Este artículo apareció originalmente en Ética y Asuntos Internacionales blog.
Si la pandemia de COVID-19 ha puesto en entredicho el papel de Estados Unidos como líder de la comunidad mundial de naciones, ¿tendrán los asesinatos de Breonna Taylor y George Floyd a manos de las fuerzas del orden -y las subsiguientes protestas y manifestaciones que se han derivado de ellos, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo- repercusiones en la política exterior estadounidense?
En mi anterior cargo de editor de El Interés Nacional y mi actual función editorial en Orbisestoy acostumbrado a recibir innumerables propuestas sobre cómo Estados Unidos puede y debe "arreglar" los problemas de todo el mundo: qué podemos hacer para crear estructuras de seguridad regionales, promover la buena gobernanza y los derechos humanos, reformar las estructuras policiales y las desigualdades electorales, promover el desarrollo y la democracia, etc. La mayoría de los debates giran en torno a la medida en que Estados Unidos debe actuar en el mundo. La mayor parte del debate gira en torno a la medida en que Estados Unidos debe actuar en el mundo, y algunas de las narrativas que el proyecto U.S. Global Engagement ha estado explorando expresan preocupaciones sobre el grado de implicación, no sobre si Estados Unidos debe participar o no. Las narrativas de repliegue se preocupan por la sobrecarga, y las de regeneración por los recursos y la pérdida de enfoque.
Pero tras las muertes de Taylor y Floyd, en medio de la abrumadora atención prestada a la policía nacional y a las desigualdades sociales, se vislumbra el comienzo de una posible nueva perspectiva de los asuntos exteriores: una que vincule el uso excesivo del instrumento militar de poder en el extranjero con la creciente militarización de la vida nacional, y que no sólo cuestione si Estados Unidos debería exportar soluciones de eficacia quizá dudosa en favor de buscar en el extranjero mejores modelos de gobernanza nacional. Por último, esta narrativa es paralela a los llamamientos realizados en medio de la pandemia del COVID-19 para redefinir la seguridad nacional en favor de la seguridad humana y desviar recursos de las herramientas de proyección de poder (especialmente el ejército) hacia las agencias de desarrollo y asistencia social. Una nación que adopte algunas de las propuestas avanzadas por el movimiento de protesta en términos de gobernanza nacional vería su aplicabilidad también a los asuntos exteriores.
¿Ganará tracción esta narrativa emergente? Para la campaña de Biden, que a principios de año planeaba centrarse principalmente en una narrativa restauracionista en asuntos exteriores, y que ha parecido poco inclinada a relacionar las cuestiones internas con las de política exterior, aún no está claro si alguno de estos sentimientos se reflejará en las posiciones políticas de la campaña. Tampoco parece probable que estas preocupaciones se fundan en un discurso revisado de "Estados Unidos primero". Y ninguna de las dos campañas estará dispuesta a relacionar los fallos éticos en casa con un cuestionamiento del derecho de Estados Unidos a hacer comentarios morales sobre las acciones de otras naciones.