Hoy se cumple el primer aniversario de la insurrección en el Capitolio de Estados Unidos, y grupos de toda la sociedad están cada vez más preocupados por el estado de la democracia.
Según una nueva Encuesta Juvenil de Harvard, sólo el 7 por ciento de los jóvenes estadounidenses considera que Estados Unidos es una democracia "sana"; el 52 por ciento cree que la democracia está "en problemas" o "fracasando"; y el 35 por ciento prevé una segunda guerra civil en Estados Unidos durante su vida.
Los principales líderes del gobierno, la empresa y la educación también están preocupados.
El presidente Joe Biden inauguró la reciente Cumbre de la Democracia declarando que lo más preocupante de todo es la creciente "insatisfacción de la gente con los gobiernos democráticos, que consideran que no están satisfaciendo sus necesidades".
Larry Fink, líder de la mayor empresa de inversiones del mundo, BlackRock, afirma que la confianza en "las instituciones oficiales se está desmoronando" y que las empresas deben tomar el relevo en cuestiones públicas tan centrales como la jubilación, las infraestructuras y el clima.
Ron Daniels, presidente de la Universidad Johns Hopkins, ha escrito un libro entero motivado por su preocupación. En What Universities Owe Democracyescribe: "Con los hombres fuertes en el poder o a la expectativa y la democracia en entredicho, ha llegado el momento de que las universidades asuman de forma decidida y consciente su papel como uno de los guardianes del experimento democrático liberal".
Si estos líderes no son suficientes para hacer sonar la alarma, tres generales estadounidenses retirados -Paul Eaton, Antonio Taguba y Steven Anderson- agitaron una bandera de urgencia en una reciente columna de opinión en el Washington Post. Refiriéndose a las continuas controversias en torno a la insurrección del Capitolio, escriben: "Nos hiela hasta los huesos la idea de que la próxima vez triunfe un golpe de Estado".
Tanto si se cree que estamos al borde del abismo como si no, el valor intrínseco de la democracia está objetivamente bajo presión. Los fracasos percibidos en los últimos 20 años han pasado factura. Estos fracasos incluyen la disfunción electoral desde la elección de Bush contra Gore en 2000, los atentados del 11-S, las guerras de Afganistán e Irak, la crisis financiera de 2008, el auge del etnonacionalismo y la incapacidad percibida para abordar cuestiones como la desigualdad racial, el cambio climático y la pandemia.
Ante estos problemas, los líderes deben establecer puntos de encuentro para la democracia. No pueden ser argumentos académicos abstractos ni nuevas propuestas políticas. Por el contrario, deben ser conceptos con los que los ciudadanos puedan identificarse fácilmente, ver su valor e integrarlos en su vida cotidiana.
En el centro de este grito de guerra está el hecho de que la libertad de los individuos comienza con el respeto entre grupos.
La cualidad especial de la democracia es que no prevalece una única facción. Cuando los valores chocan, la democracia negocia las diferencias en lugar de forzar un acuerdo universal. La democracia exige que los líderes encuentren formas de vivir juntos, o al menos de vivir juntos por separado.
La democracia difiere de los sistemas controlados por un partido político, un mercado económico o una autoridad religiosa. Lo que la democracia cede en eficiencia, lo gana en su capacidad para dar cabida a diferentes visiones de la buena vida y la buena sociedad.
A medida que se intensifica la presión sobre la democracia, éste es el momento de hacer acopio de sus puntos fuertes. Ya se trate de la amenaza de un colapso interno, del auge del iliberalismo, del desafío del modelo autoritario chino o de las tecnologías cada vez más invasivas de la inteligencia artificial, la democracia tiene en su interior los medios para resistir y renovarse.
Nadie quiere sentirse impotente. A medida que aumentan los desafíos, la democracia sigue siendo la mejor apuesta para conseguir un cierto sentido de libertad ordenada, donde los individuos puedan vivir libres y las sociedades puedan organizarse para el bien común.
La democracia es imperfecta e inacabada. Y ahí reside su fuerza y su poder. Aunque "imperfecta e inacabada" puede no ser un eslogan elegante, imaginemos la alternativa, donde el futuro lo determinan hombres fuertes, líderes de facciones, oligarcas, funcionarios de partidos o algoritmos.
Vivir en una democracia significa que no prevalece una única verdad y que no gobierna un poder que no rinda cuentas. Estos principios pueden resultar frustrantes para muchos o parecer insuficientes para el momento actual. Pero sin ellos, la libertad tal y como la hemos conocido será cosa del pasado.
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Joel H. Rosenthal es presidente deCarnegie Council for Ethics in International Affairs.
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