Desde la invasión rusa de Ucrania hasta las audiencias sobre la insurrección del 6 de enero, pasando por las decisiones del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre las armas y el aborto, las noticias han estado llenas de historias sobre las que enfurecerse. Pero al centrar nuestra rabia en un tema u otro, corremos el riesgo de perdernos cómo estas historias están todas conectadas. Deberíamos dar un paso atrás para tener una visión más amplia, con un contexto histórico que se extienda al pasado y mire al futuro.
Desde la Segunda Guerra Mundial, el mundo ha realizado progresos lentos pero significativos en una serie de ámbitos, desde la ampliación del respeto de los derechos humanos hasta los avances en la lucha contra la pobreza y las desigualdades. Sin embargo, tras haber dado dos pasos adelante, ahora nos encontramos inequívocamente en medio de un retroceso.
El comportamiento de Rusia en Ucrania, en particular, ha asestado un golpe devastador a las normas sobre la conducción de conflictos que tanto ha costado conseguir. Su olvido del derecho internacional humanitario (las leyes de la guerra) ha hecho retroceder dramáticamente esta importante causa. Al menos igual de devastadores serán probablemente los efectos de segundo y tercer orden; por ejemplo, el armamentismo del grano ucraniano ha exacerbado la hambruna en África, provocando las inevitables consecuencias socialmente desestabilizadoras, como la migración forzada.
Las decisiones miopes del Tribunal Supremo de EE.UU., que promulgan beneficios para una ideología estrecha de miras a expensas de socavar el respeto por el Estado de derecho, tendrán sin duda repercusiones destructivas y de alcance comparable. Mientras tanto, las revelaciones sobre lo cerca que estuvo Estados Unidos de un golpe de Estado en 2021 resonarán dentro y fuera del país, debilitando la confianza mundial en la resistencia de las normas democráticas.
En estos y otros acontecimientos, creo que estamos viendo un panorama más amplio caracterizado por tres tendencias: un recorte de los derechos humanos, una exacerbación de las desigualdades estructurales y un mayor afianzamiento de las estructuras de poder existentes.
De cara al futuro, todos deberíamos preocuparnos por cómo influirán estas tres tendencias en el desarrollo de las tecnologías emergentes. El ejemplo más obvio es el de Ucrania, donde el imperativo de luchar contra la invasión hace caso omiso de las preocupaciones éticas sobre el desarrollo de sistemas de armas autónomas letales.
El arma franco-británica Brimstone One, por ejemplo, puede ser el arma más autónoma desplegada hasta ahora en un campo de batalla: Su operador define un área de búsqueda, dentro de la cual identifica y destruye vehículos como tanques. A pesar de los llamamientos generalizados para que se prohíba el desarrollo de algunas armas autónomas letales, la Convención sobre Ciertas Armas Convencionales (CCAC) lleva años sin alcanzar un consenso.
En Estados Unidos, el creciente problema de la violencia armada está dando más impulso a innovaciones éticamente cuestionables. En junio, nueve de los doce miembros del consejo asesor de ética de Axon dimitieron en protesta cuando la empresa responsable de la Taser respondió a los tiroteos en la escuela de Uvalde anunciando planes para desarrollar un dron capaz de vigilar lugares públicos y aplicar Taser a cualquier persona que identificara como tirador activo. Tras la dimisión, Axon detuvo el desarrollo de esta tecnología.
Como comprendieron los asesores éticos, la falibilidad de los algoritmos de vigilancia aumenta el riesgo de apuntar erróneamente a personas inocentes; y una vez que se aceptan estas tecnologías para un caso de uso aparentemente limitado, como los tiroteos en escuelas, se abre la puerta a aplicaciones más amplias en las que los posibles inconvenientes superarán cada vez más a los beneficios.
A largo plazo, todas las formas de vigilancia digital -desde los sistemas de crédito social de los Estados autoritarios hasta los modelos de capitalismo de vigilancia de los titanes tecnológicos estadounidenses- se utilizan para afianzar el poder inculcando el miedo.
Si en su día Eleanor Roosevelt defendió la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, estableciendo la reputación de Estados Unidos como faro en todo el mundo de los derechos y libertades individuales, ahora las empresas tecnológicas estadounidenses están a la vanguardia de la limitación de cualquier derecho digital a controlar los propios datos. Cuando la mayor parte de la vida se vive digitalmente, los derechos digitales se convierten en un componente central de los derechos humanos.
La vuelta de Rusia a la antigua agresión colonialista imperial, mientras tanto, tiene paralelismos obvios con el fenómeno de futuro del colonialismo digital, en el que las empresas tecnológicas convierten a los países y a sus pueblos en siervos de quienes controlan sus datos, en lugar de sus tierras.
¿Tenemos la voluntad de responder a nuestro actual retroceso esforzándonos por dar otros dos pasos adelante en las próximas décadas? Creo que la respuesta dependerá de si nos fijamos demasiado en los problemas individuales o somos capaces de apreciar cómo encajan todos ellos en el conjunto. La necesidad compartida de abordar el cambio climático ofrece la perspectiva de una acción colectiva. Es necesario un cambio fundamental de perspectiva, para pasar de la obsesión por los problemas individuales a una conciencia universal en la que el bienestar colectivo ocupe un lugar prioritario tanto en las políticas nacionales como en los asuntos internacionales.
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