¿Compromiso sobre la censura? Argumentos a favor de un acuerdo bilateral sobre Internet

31 de enero de 2020

Romain Forestier es un estudiante de posgrado francés que cursa un máster doble en finanzas y estrategia, así como en economía y gestión de organizaciones gubernamentales e internacionales entre Sciences Po (París) y la Università Bocconi (Milán). Ha desarrollado un gran interés por los asuntos económicos europeos asistiendo al programa de estudios sobre la Unión Europea entre Sciences Po y la Northwestern University y realizando un intercambio de un año en la Universität St. Gallen (Suiza), donde estudió Derecho europeo. Además de redactar ensayos, le gusta escribir poesía, y toca mejor el piano que el oboe.

TEMA DEL ENSAYO: ¿Existe la responsabilidad ética de regular Internet? En caso afirmativo, ¿por qué y en qué medida? En caso negativo, ¿por qué no?

Sir Tim Berners-Lee, inventor de la World Wide Web, ha declarado recientemente: "Yo no diría que Internet ha fracasado con mayúsculas, pero no ha conseguido crear la sociedad positiva y constructiva que muchos esperábamos".

Parte de esa "sociedad constructiva" desde el punto de vista ético con la que se soñaba en los años 90 incluía una expresión libre y constructiva. Pero al igual que se ha ido restringiendo gradualmente en las democracias occidentales (sobre la base de limitar la incitación al odio) o en los países autoritarios (en aras del interés nacional y la razón de Estado), la libertad de expresión ya no es omnipresente en Internet. Sin embargo, esto no se debe a una falta de regulación, o a una regulación excesiva, sino que se debe más bien a una fragmentación de la regulación, ya que los gobiernos, por su cuenta, decidieron controlarla.

Y ello a pesar de que la libertad de expresión está reconocida como un elemento clave de las relaciones internacionales: muchas instituciones ya tienen la responsabilidad de proteger la libertad de expresión, y el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas establece claramente que "todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye la libertad de [...] recibir e importar informaciones e ideas por cualquier medio de expresión, sin consideración de fronteras".

Pero pocos organismos internacionales se dedican específicamente a Internet, y menos aún tienen la responsabilidad de proteger la libertad de expresión en ella: el intento de crear un "eG8" o una cumbre similar al G8 dedicada a Internet, no duró mucho y cayó rápidamente en el olvido. La Unión Internacional de Telecomunicaciones, que regula parcialmente Internet, sigue siendo relativamente desconocida para el público, a pesar de ser la segunda organización internacional más antigua.

Por eso, como era de esperar, los gobiernos llenan este vacío y aprovechan la oportunidad para hacer valer sus puntos de vista sobre la regulación de Internet y la libertad de expresión. La política ciberespacial del Presidente Obama se expuso en los siguientes términos: "es responsabilidad fundamental de nuestro gobierno [...] garantizar [...] que Estados Unidos y el mundo aprovechen todo el potencial de la revolución de las tecnologías de la información". Y, en efecto, la mayoría de los países han hecho todo lo posible por aprovechar todo su potencial en relación con Internet.

Pero en una situación similar a la de Hobbes, en la que los países aún se encuentran en "estado de naturaleza" y no han concluido ningún acuerdo ni contrato entre sí, la tendencia actual es que cada potencia (incluidos los países occidentales) intenta imponer sus normas en el extranjero. Hasta el mes pasado, la postura de la UE era aplicar el "derecho al olvido" de sus ciudadanos fuera de Europa (una reciente sentencia de su máximo tribunal lo ha impedido desde entonces). Durante años y de forma bastante opaca, Estados Unidos ha estado recopilando datos privados de internautas estadounidenses y extranjeros, ampliando su programa de vigilancia sobre el uso de tecnologías y empresas estadounidenses en el extranjero. Tanto si se trata de proteger la intimidad de los ciudadanos europeos como de ayudar a las agencias de inteligencia estadounidenses en sus misiones allende los mares, los gobiernos y los reguladores definen unos principios que, en conjunto, son llevados a cabo por empresas privadas que no tienen más remedio que cumplir.

También es el caso de los países autoritarios, cuyo ejemplo más destacado es China con su "Gran Cortafuegos". Allí coexisten numerosos organismos para controlar Internet: la SAPPRFT (Administración Estatal de Prensa, Publicación, Radio, Cine y Televisión), la SCIO (Oficina de Información del Consejo de Estado), la CAC (Administración del Ciberespacio de China), el CLG (Grupo Directivo Central para la Seguridad y la Informatización de Internet) y varios ministerios. Pero a pesar de esta cohorte de instituciones, la mayor parte de la regulación y la censura pasa a manos de las empresas de Internet. Mientras los organismos establecen directrices, las empresas tecnológicas llevan a cabo el control de sus plataformas: para ello, las empresas chinas emplean hasta dos millones de "controladores de contenidos".

El planteamiento es, por tanto, similar tanto en los países occidentales como en China (las empresas tecnológicas cumplen la ley y los reglamentos), aunque los principios de la regulación son intensamente diferentes. Por un lado, las potencias occidentales suelen atenerse a las 10 primeras enmiendas de la Constitución estadounidense, a la Carta de Derechos o al Convenio Europeo de Derechos Humanos; por otro, la actual situación de Hong Kong llevó a Xi Jinping a decir que cualquier intento de dividir China acabaría con "cuerpos destrozados y huesos hechos polvo". The Economist llamó a Internet "hijo de [el final de la] guerra fría" para describir su optimista comienzo, pero a día de hoy sería más exacto describirlo como un belicoso adolescente que encarna el orden mundial dividido -y sus ideologías divergentes.

Tal fractura obliga a las empresas tecnológicas a ser árbitros y censores ateniéndose a normas diferentes según el lado del Pacífico en el que operen. También las lleva a sufrir la incertidumbre de tener que interpretar las vagas directrices de algunos gobiernos (¿cómo entender la obligación jurídicamente vinculante de tener en cuenta el "bienestar social o económico" de China?) Además, dificulta enormemente la entrada de las empresas occidentales en el mercado chino de Internet (siendo China el país con mayor número de internautas), y viceversa.

También significa que los usuarios extranjeros no tienen más remedio que acatar las decisiones de gobiernos extranjeros. Por ejemplo, los usuarios europeos ven cómo empresas estadounidenses recopilan sus datos cuando utilizan plataformas estadounidenses (normalmente alguna de las GAFAM o Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y censuran sus opiniones políticas tras haber descargado apps chinas (como TikTok).

Cuando se trata de defender la libertad de expresión y luchar contra la censura, puede resultar tentador seguir intentando enfrentarse al dominio del Partido Comunista de China sobre su pueblo. Pero dado el férreo control que el gobierno chino ejerce sobre Internet y la influencia (y poder de mercado) que tiene, cualquier intento de abordar estas cuestiones debe gestionarse mediante el compromiso. Una modificación de la postura del Partido sobre Internet vendrá probablemente del interior del Gran Cortafuegos, no del exterior (al igual que en Estados Unidos, la mayor amenaza al dominio del GAFAM deriva de la candidata demócrata Elizabeth Warren, no de la protesta de gobiernos o ciudadanos extranjeros). Del mismo modo, podría ser tentador defender una respuesta multilateral, pero es difícil creer en esa perspectiva, teniendo en cuenta el zeitgeist y el orden mundial actuales.

Por lo tanto, para evitar este statu quo en el que la soberanía de algunos Estados se ve vulnerada por el poder de plataformas extranjeras, debería alcanzarse un acuerdo entre las potencias mundiales de Internet, sobre todo entre China y Estados Unidos. Al igual que los acuerdos nucleares tuvieron (y tienen) que implicar a Rusia y Estados Unidos, es necesario un compromiso transpacífico en un mundo en el que el liderazgo de Internet se reparte entre China y Estados Unidos. Obviamente, el objetivo de un acuerdo de este tipo no sería pedir a China que entregue los datos de sus ciudadanos a la NSA, ni exigir a los medios de comunicación occidentales que bajen la voz cuando sean críticos con Pekín.

Un acuerdo bilateral tendría más bien por objeto, en primer lugar, precisar cómo tratan los gobiernos los datos de los usuarios extranjeros y cómo se espera que los regulen las empresas. Para los usuarios establecidos en otros países, esto haría que Internet fuera mucho más transparente; para las empresas, disminuiría la incertidumbre a la que se enfrentan a la hora de entrar en el mercado estadounidense o chino (Huawei probablemente podría haber accedido al mercado estadounidense de 5G, si el gobierno estadounidense hubiera formulado exigencias explícitas).

Si se hicieran estas aclaraciones, los gobiernos estadounidense y chino podrían negociar entre sí. Para Estados Unidos, esto podría ser una oportunidad para permitir a las empresas estadounidenses entrar más fácilmente en el mercado chino e intentar suavizar la represión de Pekín sobre la libertad de expresión cuando los usuarios estadounidenses tratan con plataformas chinas. No obstante, esto lleva a preguntarse qué tendría que ofrecer Estados Unidos a cambio, y cabría pensar que, en este caso, algunas GAFAM podrían aceptar (re)entrar en China accediendo a censurar sus contenidos. El proyecto "Dragonfly" de Google estaba concebido como tal, antes de ser cancelado el verano pasado.

El objetivo de este planteamiento es doble. Desde el punto de vista económico, establecer principios más claros sobre las tecnologías estadounidenses y chinas podría aumentar el comercio transfronterizo y evitar perjudicar a las empresas extranjeras, estimulando al mismo tiempo la competencia y la innovación a escala mundial. Pero lo más importante es que un acuerdo bilateral sobre Internet podría suavizar las tensiones políticas transpacíficas. Henry Kissinger ya escribió hace cinco años que "al final, será imperativo un marco para organizar el ciberentorno global", y tal necesidad no ha hecho sino cobrar mayor importancia en los últimos años: no sólo el papel estratégico de Internet nunca ha sido mayor, sino que las consecuencias del crecimiento de China y la preocupación que causa a Estados Unidos (la famosa "trampa de Tucídides") nunca han sido más pronunciadas.

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CREDIT: <a href="https://pxhere.com/en/photo/1063277">pxhere (CC)/Public Domain</a>

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